DEJARNOS VISITAR Y SALIR A VISITAR (LC 1, 39-45)

Al acercarse la fiesta de nuestra Madre María, queremos invitar a contemplar el icono de la Visitación, reflexionando sobre qué sentido tiene para nosotras y cómo resuena en nuestra vida la invitación a dejarnos visitar y a salir a visitar. ¿Cómo Dios está saliendo a nuestro encuentro y cómo nosotras estamos también saliendo a su encuentro en las hermanas que tenemos más cerca y en los más empobrecidos y empobrecidas de hoy?

Leído desde la realidad de nuestro pueblo y desde una espiritualidad místico-profética, descubrimos en la Visitación un icono capaz de ponernos en movimiento que nos provoca como Vida Consagrada a hacer realidad la constante invitación del Papa Francisco de una Iglesia en salida hacia las periferias existenciales, desde la superación de la autorreferencialidad que nos encierra en nosotros mismos, en nuestras instituciones, en nuestras obras y proyectos.

María, la mujer que se pone en movimiento, que sale sin demora al encuentro de Isabel, cuestiona cualquier tipo de inmovilismo o instalación de nuestras comunidades religiosas. Desde la Visitación somos urgidos a ponernos en camino, a salir de lo nuestro, de lo seguro, para ir a la otra persona, a otra realidad, a otro escenario donde la vida clama y nos reclama.

Un Dios que nos visita  

No podemos hablar de visita, de salir al encuentro del otro y la otra, sin colocar en primer lugar la experiencia de que Dios es el primero que nos visita; es un Dios que se acerca, que nos sale al encuentro, que sale de sí para venir a nuestra vida y mezclarse con nuestro barro, “haciéndose uno de tantos” (Fil. 2, 6-11). Sólo desde una profunda experiencia de que Dios nos visita personalmente y ha visitado a la humanidad, hasta el extremo de quedarse y de hacerse carne y poner su tienda entre nosotros (Jn 1, 14-16), puede la Vida Consagrada hacerse visitación para nuestro pueblo.

A lo largo de la historia bíblica, Dios aparece como un Dios que visita a su pueblo “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1, 68). La experiencia del Dios que nos visita, que sale a nuestro encuentro, nos ponen en movimiento y nos llevan, como le sucede a María, a ponernos en camino y salir a visitar, a entregarnos. Quien ha experimentado que Dios es don, hace de su vida un don para los demás.

Dios toma la iniciativa de visitar a su pueblo. Las visitas de Dios tienen algunas características que conviene tomar en cuenta al meditar el tema de la Visitación: Él nos visita porque ama a la humanidad; se fija en la realidad de sufrimiento en que estamos (“he visto la opresión de mi pueblo” Ex 3); sus visitas son siempre liberadoras y sanadoras. Así lo vemos en las visitas o encuentros de Jesús en los Evangelios. Son visitas a lugares quebrados y marginados, a las periferias existenciales (diría el Papa Francisco). Allí Jesús se acerca con su presencia liberadora y sanadora para cambiar la realidad de las personas. Cuando Él se encuentra con una persona, algo cambia, hay transformación. ¿Qué lugares y qué personas visitamos más? ¿Qué frutos brotan de nuestro encuentro con las personas? Cuando visitamos, cuando nos acercamos, ¿cambia algo en la vida de las personas y de nosotros o todo sigue igual?

La Visitación inspira una cultura del encuentro

 Este icono nos habla fundamentalmente de encuentro. No hay que descuidar el hecho de que las protagonistas son mujeres, lo cual nos tiene que cuestionar y dar fuerza en el contexto de una sociedad y una Iglesia patriarcal y clerical en el que las mujeres son invisibilizadas, a pesar de que son las que sostienen el peso de la pastoral. ¿Cómo abrirnos, a partir de este icono, a una nueva identidad como hombres y mujeres y cómo tejer relaciones más justas e igualitarias entre ambo sexos?

María e Isabel, como muchas mujeres de nuestros pueblos, son tejedoras de relaciones, son capaces de compartir la situación común que están viviendo. El diálogo entre ellas es un diálogo de fe, no es conversación superficial, sino que encontramos en ellas palabras que brotan de lo que están experimentando. Ellas nos motivan a superar lo que el Papa llama “la mundanidad que anestesia el alma”. Son mujeres que están en sintonía desde lo profundo, desde lo que sucede en sus entrañas. Y es que quien no cultiva el encuentro con Dios y consigo mismo, tendrá dificultad para el encuentro profundo con los demás.

María e Isabel son capaces de superar las barreras que las podían separar: la edad, lugar de procedencia, distancia, situación familiar y religiosa, etc. Por eso la Visitación es también un icono inspirador de una vida comunitaria capaz de trascender las barreras que nos pueden separar o generar tensiones en la comunidad. María e Isabel nos inspiran a un diálogo intergeneracional en el que cada persona reconoce la sabiduría de la otra, en la que se potencian y se ayudan mutuamente. La Visitación muestra unas relaciones humanas sanadas de celos, rivalidades, envidias o competencia. Nos hacen pensar en que sólo la cultura del encuentro y la apertura al Espíritu puede ayudarnos a superar los problemas que hacen sangrar hoy a la Vida Consagrada.

La Visitación nos impulsa a unir fuerzas, haciendo sinergia intergeneracional, pues el germen de la vida está en las dos generaciones; tanto la joven María como la anciana Isabel son generadoras y portadoras de vida. En las dos hay futuro, hay esperanza, pues ambas son mujeres que por su apertura al Espíritu llevan en su propio seno la vida que renueva a la humanidad. La renovación y revitalización de la Vida Consagrada hoy día se logrará cuando los ancianos aporten sus “sueños” y los jóvenes sus “visiones”, como aparece en la profecía de Joel (Jl 2, 28).

El icono de la Visitación nos desafía a unirnos para tejer lo nuevo. La vida consagrada ha de tejer la diversidad, la intergeneracionalidad, la intercongregacionalidad, el ecumenismo en esa pasión por Dios y por la humanidad. Ante la tentación del aislamiento o la huida, María e Isabel nos convocan a la comunión, al vínculo, a la capacidad del trabajo en red, en equipo. María ante la situación complicada que vive tras el anuncio del ángel pudo haberse encerrado o pudo haber huido, pero decide ponerse en camino para vincularse, salir al encuentro de otra persona para compartir sueños y experiencias.

Esa espiritualidad del vínculo, del encuentro ha de hacerse no sólo con las personas, sino con todas las criaturas. Es una espiritualidad ecológica de la interdependencia y la interconexión con todo lo creado que nos sostiene e impulsa al compromiso con el cuidado de la Casa Común, que nos invita a vincular la escucha al grito de la tierra y al grito de los pobres, como nos lo dice el Papa en la Laudato Si: “En el mundo todo está conectado, de ahí la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta” (LS 16). Nos “hace falta entonces una conversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de nuestro encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que nos rodea” (LS 217).

Una visitación liberadora

María no visita a Isabel como si fuera una reina o una turista, sino que lo hace desde la clave de la solidaridad y el servicio. Es el icono del saber quedarnos al lado de quien nos necesita; de permanecer cerca para servir, para echar una mano, pero también para aprender mutuamente. Seguramente en ese tiempo en que permanecieron juntas, María aprendió mucho de Isabel e Isabel aprendió mucho de María; compartieron las experiencias, gozos, esperanzas y preocupaciones propias de quien está gestando algo nuevo.

Es en ese contexto del diálogo y el encuentro entre estas dos mujeres que brota el Magnificat, como cántico de liberación que sintetiza qué es el reino de Dios desde una perspectiva mariana. La visitación nos recuerda que Dios es el Dios de los excluidos, de los pobres de Yahvé, de los que no cuentan. Es una invitación a una Vida Consagrada que vuelva a la pequeñez, a la espiritualidad de los anawin, a redefinir nuestro lugar en la sociedad y en la Iglesia: volver a los márgenes donde surgió la vida consagrada, reubicarse en las periferias existenciales para testimoniar allí que Dios hace grandes cosas con los insignificantes y descartables de este mundo; para anunciar desde allí la inversión de valores típica del Reino de Dios y que María proclama en el Magnificat.

Para salir, como María, a prisa al encuentro de la vida, hay que reconocer que hay cosas que nos pesan y no nos dejan avanzar como Vida Consagrada en nuestros pueblos. De ahí la invitación a emprender un proceso de reconfiguración, reestructuración y resignificación de nuestras congregaciones a todo nivel, para que, como nos señala la CLAR para este próximo trienio, seamos capaces de “aligerar estructuras y lograr la circularidad de servicios y ministerios, generando así, espacios de confianza y articulación de esfuerzos, para una transformación radical de estilos de vida, servicios y apostolados” (Horizonte inspirador 2015-2018). Para ello hay que asumir el riesgo de nacer de nuevo y de salir de autorreferencialidad, tal como desafió el Papa: “Prefiero una VR accidentada porque sale, a una VR enferma por permanecer en casa, auto-referenciándose” (Audiencia privada a la Presidencia de la CLAR).

María sale a prisa al encuentro de la vida. La pasión por la vida y por liberar a las personas nos puede llevar hasta a perder la vida en distintas formas. Desde el contexto que viven nuestros pueblos no podemos hablar de la dimensión liberadora de la Visitación y el Magnificat sin tomar en cuenta que ello implica la entrega de la vida hasta sus últimas consecuencias, es decir, el martirio. Para la vida consagrada, los mártires son señales para no desorientarnos y no perdernos sobre qué es lo esencial. Ellos y ellas nos señalan el camino y nos dicen hasta dónde tenemos que llegar en nuestra entrega a la causa de Jesús y si queremos que el reino de Dios dé fruto: “En verdad, en verdad les digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12, 24).

Por Geraldina Céspedes

Misionera Dominica. Provincia de San José

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