Jesús pide a los discípulos ir a la otra orilla. Hace referencia pasar el mar Rojo para llegar a la tierra prometida.
Jesús nos invita a todos a cruzar a la otra orilla. Hay tantas orillas a las que estamos adheridos y que deberíamos soltar. Mirar al otro polo, mirar los opuestos que están llenos de vida, armonía y alegría: dejar la orilla del orgullo, del egoísmo, del desánimo, de la crítica destructiva, de la mentira, del conformismo, del pesimismo, de las quejas, etc.
De manera inconsciente nos encontramos tan seguros (aunque nos traiga dolor) en nuestra orilla sin arriesgarnos a cruzar el mar de nuestras lamentaciones, y acoger la presencia de Dios en nuestra barca.
Según el evangelio los discípulos no dudan que Jesús pueda salvarlos, dudan de que esté interesado en hacerlo. Es dudar de su amor. Ni confiaban en sí mismos ni confiaban en Jesús.
Esto también nos pasa a nosotros, confiamos en un Dios que está fuera. Esta forma de entender a Dios nos ha llevado a sentirnos como niños incapaces, dependientes e impotentes de crear nuestra propia realidad.
Se trata de confiar en Dios que está más cerca de mí que yo misma. Solo si siento a Dios en mí, me sentiré segura.