Me gustaría compartir algunas de mis experiencias misioneras en Taiwán. Llevo siete meses en Taiwán. La comunidad donde vivo colabora en algunas obras pastorales como visitar a los enfermos, dar la comunión a los ancianos y enseñar el catecismo. Estoy ayudando a la hermana en sus trabajos junto con algunos fieles laicos al mismo tiempo que aprendo chino. Aparte de esto, una vez al mes voy a la montaña donde están los indígenas, participo en la celebración eucarística con ellos y ayudo al sacerdote a distribuir la comunión y a visitar a los ancianos a domicilio.
Nuestra misión es acercar a la gente a Dios, proveer sus necesidades espirituales, enseñar a la gente que Dios es amor que no es individual sino para todos. Hoy estamos llamados a ser un instrumento de paz, amor y alegría mediante la iluminación del poder del Espíritu de Dios en cada uno de nosotros. Trabajando con algunos fieles laicos, me di cuenta de que Dios nos llama a no trabajar de forma individual, sino siempre en colaboración con los demás y ver la gracia de Dios y la bondad en la vida de los demás.
Estoy intentando adaptarme lentamente a este lugar desconocido, en particular al idioma y a la cultura. Afortunadamente, hay gente a mi alrededor que es valiente, me apoya y me ayuda.
Tengo la suerte de contar con personas cariñosas y atentas, ya que a veces me encuentro con retos y dificultades. Pero el amor por estas personas y el amor por la misión no me detienen, para continuar con la voluntad de Dios. Con mis limitaciones e imperfecciones, me esfuerzo al máximo en todo lo que encuentro. Como decía San Pablo en su carta a los Corintios: “El amor es paciente, todo lo soporta”. Ser misionera es amar dondequiera que estemos y a quienquiera que encontremos. Todas estas experiencias me enseñan a reconocer las pequeñas cosas que hay en mí, a reconocer la presencia de Dios que está con la gente, a proclamar el Evangelio de la buena noticia a todos sin cansancio, pero con un corazón alegre.